Antonio Centeno Ortiz

Texto elaborado para los Parlamentos Imposibles, dentro de la Asamblea de Bergen 2019

En España, nunca se ha cumplido ninguna ley sobre diversidad funcional. Eso hace que, miles de personas sigan encerradas en instituciones, que cientos de miles dependan del voluntarismo familiar, que las cifras de violencia (general y sexual), de paro, de ingresos, de acceso a la vivienda, de participación política y un interminable etc. sigan siendo mucho peores que las de la población sin diversidad funcional. Y nadie se hace responsable de esa ilegalidad permanente, ninguna consecuencia ni jurídica ni política. ¿Cómo es posible? Intentaré apuntar, muy sintéticamente, posibles causas y alternativas. Una parte importante de la respuesta pasa por entender la conexión entre política, cuerpo y emociones.

En primer lugar, la falta de apoyos materiales para la vida diaria, tales como la asistencia personal, la accesibilidad universal o la escuela inclusiva, por ejemplo, mantiene a las personas con diversidad funcional malviviendo en un universo paralelo, confinadas en residencias, escuelas especiales, centros especiales de empleo, centros ocupacionales, etc. Las buenas intenciones, los prejuicios y las inercias sociales, nos aíslan y nos convierten en alienígenas para la mayoría de la población, que no tiene ningún tipo de interacción con la diversidad funcional. Esta segregación generalizada genera políticas del “todo sobre nosotras sin nosotras”. Se impide la participación política de las personas con diversidad funcional y quienes dicen representarnos carecen de experiencia vital en cualquier aspecto relacionado con nuestra realidad. No es extraño que quieran creer que la cuestión de la diversidad funcional es una cuestión meramente técnica, pero ¿de qué sirve poner rampas en todas las discotecas si cuando entramos nadie quiere bailar con nosotras? Hay que entender que estamos ante una situación de discriminación y opresión generalizadas, poner en valor el lema del Movimiento de Vida Independiente de “Nada sobre nosotras sin nosotras” y, desde ahí, plantear que encerrarnos en instituciones o apoyar a las familias para que dependamos de ellas no es parte de la solución, sino parte del problema.

El capacitismo es caro, lo pagamos fundamentalmente las personas con diversidad funcional, pero la factura también alcanza al resto de la sociedad. Sabemos que incluir la diferencia en cualquier ámbito supone un motor de transformación social que lo mejora para todo el mundo, excluirla implica perder oportunidades para vivir mejor. Son claros ejemplos la escuela, que dispone de más y mejores herramientas pedagógicas para todo el alumnado, el transporte, que resulta más confortable y seguro para cualquiera, o la arquitectura y el urbanismo, que se convierten en más amigables para el conjunto de la población. Siendo grave esta pérdida de oportunidades para un mejor vivir, sobre todo teniendo en cuenta que cada vez viviremos más años y sobreviviremos a más enfermedades y accidentes, hay que señalar que el precio más alto lo pagamos en términos de género. Toda la industria de la discapacidad y la dependencia se sostienen sobre la base de los cuidados obligatorios por parte de las mujeres de la familia. Las vidas de ese ejército de esclavas no tienen valor, las hojas de cálculo de los poderes públicos dicen que ese trabajo es gratis. Cuando entendamos, como decía Machado, que es de necios confundir valor y precio, caeremos en la cuenta de que el capacitismo es insosteniblemente caro.

Es por todo ello que resulta interesante el modelo de vida independiente. Porque propone participación y convivencia. “Independencia” es un término histórico, que hace referencia no a hacer las cosas por nosotras mismas, sin apoyos, sino a tener toda la responsabilidad y libertad para gestionar los apoyos necesarios, evitando así las situaciones de dependencia. Es decir, hay un desplazamiento en la toma de de decisiones, de la familia y los profesionales a la propia persona con diversidad funcional. Esto supone reconocer la propia autonomía como resultado de la interacción con los demás en iguales condiciones de responsabilidad y libertad, sin relaciones de dominación. En definitiva, estamos hablando de “interdependencia”, aunque por razones históricas mantengamos la palabra Independencia”. Es desde esta interdependencia desde la que resulta posible tanto la participación directa en la política como la convivencia. Necesitamos recuperar nuestros cuerpos y vidas para nosotras y dejar de ser extraterrestres para las demás.

A menudo, se intenta descalificar el paradigma de vida independiente tachándolo de elitista y económicamente insostenible. Hay que tener en cuenta que asumirse como oprimida y reclamar libertad requiere un empoderamiento que pasa por tener un cierto “passing” como “válidas”, algo que casi siempre tiene que ver con privilegios de capacidad, clase, raza, género, etc. Nada nuevo bajo el sol, lo mismo que siempre ha ocurrido en cualquier otro movimiento de liberación. Lo importante es, desde esa conciencia de tener privilegios, articular un proceso político que sea para todas, coherente en la teoría y viable en la práctica. En este sentido, hay que entender que las personas con diversidad intelectual o mental toman sus propias decisiones a su manera, con los apoyos necesarios. Habitualmente, en colaboración con la persona garante y su círculo de apoyos, delimitan un mapa de toma de decisiones; qué pueden decidir por sí mismas, qué deciden con apoyo de sus asistentes, y qué deciden mediante la interpretación de su voluntad. Así, cuando hablamos de decidir, queda implícito que nos referimos a que cada cual lo haga a su manera, el modelo de vida independiente también es para las personas con diversidad intelectual o mental.

En cuanto a la cuestión económica, todas las experiencias y estudios señalan que encerrarnos en instituciones es más caro que mantenernos en la comunidad con la asistencia personal necesaria. Algunos datos de los 12 años de experiencia en Barcelona ilustran este hecho general: asistencia personal 2.700 €/mes de media, plaza residencial 3.200 €/mes, SROI 3 (social return of investment). Este último significa que por cada euro invertido en asistencia personal se genera un impacto social valorable en 3 euros. No nos encierran para economizar, nos encierran por principios. Y por negocio y corporativismo. A diferencia de los sistemas de salud, educación y pensiones, el sistema de autonomía personal es muy mayoritariamente privado (concertado o no) Incluso quienes no operan con ánimo de lucro, tienen muchas nóminas que sostener, incluida la propia. Esta fue la jugada maestra de los poderes públicos, convertir a quienes reclamaban derechos en gestores de servicios que acaban siendo no un medio sino un fin en sí mismos.

Entonces, si las leyes que emanan de los parlamentos, aún siendo deficientes, reconocen formalmente el derecho a la vida independiente de las personas con diversidad funcional y las experiencias piloto y los estudios certifican que es posible llevarlo a la práctica de manera social y económicamente sostenible, ¿por qué siguen encerrándonos en instituciones? Porque hay otras leyes más poderosas, las leyes no escritas, las que a través de la cultura, el arte y los medios de comunicación, nos informan de cómo es el mundo y cómo debemos actuar. Además, estas leyes no escritas se ven reforzadas sin el contrapeso de un contexto de convivencia. El relato que se hace de la diversidad funcional está distorsionado, también aquí, por el “todo sobre nosotras sin nosotras” y fuertemente estereotipado; básicamente, sólo se representa al “desgraciado absoluto” (en España, la película con mas premios Goya es “Mar adentro”) y al “héroe que gracias a la ayuda de los normales se supera y resulta inspirador” (en España, la última ganadora del Goya a la mejor película es “Campeones”). Lo primero justifica la sobreprotección por encima de la libertad personal, como ocurre al encerrarnos en residencias. Lo segundo culpabiliza a la persona con diversidad funcional de su situación, si sufre no es por discriminación sino porque no se ha esforzado lo suficiente.

Esta representación cultural de la diversidad funcional, sesgada, estereotipada y polarizada, incorpora también una mirada permanentemente infantilizadora y asexuante. Y claro, si se nos ve como niños se nos trata como tales. Se construye la idea de que ya estamos bien a cargo de las familias, de que esa dependencia es natural. Por eso es necesario sexualizar la diversidad funcional, para repolitizarla. En la medida en que nos visibilicemos como seres sexuados y sexuales, como cuerpos deseantes y deseables, será más difícil seguir pensándonos como niños, y si no somos niños no es natural depender de las familias, esas situaciones de dependencia son una cuestión política sobre cómo nos organizamos colectivamente para hacer posibles todas las formas de autonomía, incluyendo la que consiste en hacer las tareas cotidianas con las manos de otra persona y nuestras propias decisiones. Esta forma de autonomía requiere de figuras de apoyo como la asistencia personal y la asistencia sexual. Esta última, definida así, como un apoyo para acceder sexualmente al propio cuerpo, resulta clave en el proceso de sexualizar la diversidad funcional. No porque esa sea nuestra manera de vivir la sexualidad, sino porque relacionarse con el propio cuerpo desde el deseo y el placer es imprescindible para poder construir vínculos de todo tipo con las demás.

Es habitual asistir al debate sobre si la asistencia sexual es un derecho. Quienes están en contra argumentan, entre otras cosas, que no es un derecho porque no responde a una necesidad. Se puede vivir sin placer sexual, dicen. Resulta una concepción del derecho como mínimo inquietante. Mi padre, que nació pobre en pleno fascismo, no fue nunca a la escuela. Así que sí, se puede vivir sin educación, pero ¿queremos vivir sin educación? Esta me parece la cuestión clave, hacer política desde el ¿qué necesito? o hacerla desde el ¿qué quiero? La política de la necesidad responde al miedo, en tanto que no se puede vivir sin tal cosa, y desresponsabiliza, ya que se presenta la necesidad como una ley natural externa a la persona. Quizás sea hora de activar la política del deseo, ¿qué quiero? como una vía para la responsabilización y el compromiso personal y social.

Este hacer política desde el deseo requiere un compromiso ético en torno al propio deseo. En primer lugar, hay que asegurarse de que nuestros deseos sean nuestros. ¿Queremos acumular capital o queremos vivir con dignidad? Resulta imprescindible construir una erótica de la dignidad, situarla en el centro de cualquier deseo que construyamos. Por otro lado, conviene cuestionarnos nuestra vivencia del deseo. A veces, pudiera parecer que el único sentido del deseo es convertirse en placer, aplicando en cada caso una serie de técnicas. Éste sería un deseo muerto, repetitivo, incapaz de mover todo lo necesario para afrontar la complejidad de vivir. Necesitamos que sentir deseo sea una forma de placer, de manera que los segmentos inconexos que sitúan deseo y placer en sus extremos se conviertan en círculos virtuosos en los que deseo y placer se retroalimentan, se mantienen tan vivos como todo aquello a lo que tienen que dar respuesta.

Finalmente, necesitamos saber quiénes somos, con quién contamos para abrir experiencias en estas políticas del placer. De entrada, somos muchas las que compartimos la experiencia vital de haber sido machacadas por las políticas del miedo y su mitología normalizadora. Las mujeres, la comunidad LGBTQ+, las gordas, las locas, las racializadas, las personas con diversidad funcional, etc. Y quienes han vivido la breve ensoñación de la normalidad despertarán bruscamente cuando la edad, la enfermedad u otras circunstancias les expulsen de ese paraíso de plástico. Así que la alianza está abierta a cualquiera. Nuestras diferencias han sido patologizadas, estigmatizadas y parece que, como destino final, se nos reservan algunos huecos sociales en los que tolerarnos. Pero sabemos que nada, salvo el deseo, es suficiente. Todo lo que no sea desearnos es asimilacionismo. Estamos aquí para transformar, lo queremos todo, exigimos deseo.