Simbolismos y alianzas para una revuelta de los cuerpos
Lo urgente y lo importante
Como decía al principio, la sexualidad siempre estuvo (se mantuvo) presente en lo cotidiano desde que adquirí mi tetraplejia. Sin embargo, no fue hasta finales de 2012 que se convirtió en un tema del que me ocupase públicamente como parte de mi activismo social. Cabría preguntarse por qué. Reflexionando sobre ello, encuentro principalmente dos causas; una tiene que ver con el poder biomédico, la otra con las dinámicas del activismo dentro del Movimiento de vida independiente.
Por un lado, los médicos me habían augurado un funcionamiento genital desconectado del deseo y alejado de toda posibilidad de sentir o dar placer. Semejante sentencia, en el marco de una heteronorma social profundamente falocéntrica y coitocéntrica y en la cabeza de un adolescente de barrio de los 80, equivalía a un destierro de la sexualidad, de mi cuerpo, de mí mismo. Mejor alejarse de algo que conducía al fracaso inevitable, al sufrimiento seguro. Yo no podía acceder por mí mismo a mi cuerpo para explorar, para conocer, para tener alguna posibilidad de cuestionar el diagnóstico. Y, de entre el ingente ejército de profesionales que colonizaban cada parcela de mi cuerpo y de mis actividades, nadie me ayudó nunca a explorar las posibilidades sexuales de mi nuevo cuerpo. Cuánto bien haría a tanta gente una concepción de la salud más humana y menos pacata.
Por supuesto, alguna vez alguien mencionaba que “había otras maneras de hacer el amor”, sin más concreción, y yo imaginaba que se referían a la triste resignación de limitar el deseo y el placer a los abrazos, a los besos, a esas “cosas menores de gente muy mayor o enferma”. No tenía ninguna referencia, ninguna imagen que me permitiera proyectarme a la infinita riqueza de oportunidades que se abren, para cualquier cuerpo, al sexualizar todas y cada una de sus partes, al erotizar los objetos cotidianos (incluida la silla de ruedas), al descoitocentrar y desfalocentrar las prácticas, al incorporar los juguetes imaginados y por imaginar, o al adentrarse en el magnético universo del BDSM, por ejemplo.
De la mojigatería médico-rehabilitadora me libraron, años más tarde, las putas. Ellas hicieron saltar en pedazos el diagnóstico médico, sabiendo leer mi cuerpo en segundos mejor de lo que ninguna bata blanca había conseguido en años. A partir de ahí, el proceso de ir haciendo las paces con mi materialidad corporal fue lento pero irreversible, y en ese camino la heteronorma patriarcal, coitocéntrica y falocéntrica, se fue resquebrajando cada vez que se presentaba la ocasión, y yo me autoconcedía permiso, para vivir experiencias sin intentar encajar en ningún molde. Las puertas del paraíso estaban abiertas, si bien el camino era desconocido y no se podía contar con ningún mapa, a lo más alguna brújula rudimentaria.
No obstante, pasar de lo personal a lo político en el ámbito de la sexualidad, llevó aún más tiempo, como decía antes, debido a las dinámicas propias del activismo en el Movimiento de vida independiente, del que vengo formando parte desde finales de 2004. En realidad, no es algo exclusivo de este movimiento social, ocurre en otros y ocurre incluso en la vida cotidiana de casi todo el mundo; lo urgente no deja tiempo para lo importante.
Hablar de “lo urgente” en el Movimiento de vida independiente es referirse a personas que están encerradas en instituciones porque no tienen apoyos para levantarse de la cama en su propia casa, o que sobreviven recluidas en el domicilio familiar al amoroso cuidado de sus madres octogenarias, por ejemplo. Poca broma. Es comprensible que la mayor parte del tiempo y las energías se dediquen a conseguir los recursos materiales (asistencia personal, asistencia tecnológica, diseño para todxs, educación inclusiva…) para rescatar esas vidas robadas, para que no se nos vaya el último resuello sin haber conseguido vivir, al menos unos años, en libertad y con dignidad (en divertad, que diría Javier Romañach).
En términos de esa lucha política por los apoyos materiales para la vida independiente de las personas con diversidad funcional, desde el Foro de Vida Independiente (mi espacio de militancia) podría considerarse un éxito haber contribuido decisivamente a conseguir que la Ley de autonomía personal de 2006 incluyera la asistencia personal como “derecho subjetivo”. Las últimas comillas tienen que ver con el hecho de que dicha ley fue siempre lo que su nombre popular indicaba, la Ley de dependencia. El PSOE la construyó con arcaicos principios en lo ideológico, con insuperables trampas burocrático-administrativas y con cicatería en los recursos. El PP la demolió sin piedad y sin alternativa alguna, más allá de convertir la autonomía personal en una mercancía y visualizar a las personas con diversidad funcional como una pesada carga para un estado demasiado ocupado en restañar la sangría de una deuda que nunca se generó por atender a la ciudadanía, sino por la insuficiencia de ingresos por vía impositiva, por el fraude fiscal generalizado y por la corrupción desbocada. Lo que fue un éxito acabó con las víctimas agonizando, de rodillas y con sus verdugos señalándoles como culpables de su propio miserable destino.
Si los recursos materiales son lo urgente, ¿qué es lo importante?
Entonces, si los recursos materiales son lo urgente, ¿qué es lo importante? La mano invisible, lo que mueve voluntades políticas. Es decir, el poder simbólico; las leyes no escritas que nos dicen a dónde mirar, cómo valorar lo que observamos y cómo actuar en consecuencia. En el ámbito de la diversidad funcional, ese “sentido común” dictado por el capacitismo nos ha enseñado a mirar las diferencias funcionales del individuo, aislado de la comunidad, como deficiencias que naturalizan su disciudadanía, a valorar esa realidad como una tragedia personal despolitizada que lastra “al resto de la sociedad” en su hacendoso sendero hacia un bienestar basado en la “productividad” y, en consecuencia, a ayudarles, ya sea desde la caridad o desde la solidaridad (según el color del ropaje político), siempre y cuando esa generosidad sea agradecida con la cabeza gacha y no entorpezca los engranajes de la gran máquina que avanza inexorable hacia una cierta idea de “progreso” ampliamente compartida desde el “sentido común”.
Hay pocos escenarios políticos, económicos y sociales tan caóticos, complejos e interesantes como este de la diversidad funcional
No se trata de elegir entre lo urgente y lo importante, entre lo material y lo simbólico. Eso no sería ni posible ni estratégicamente deseable. Se trata de ser conscientes de ambas dimensiones, de conectarlas en la construcción del discurso y en las prácticas. Un avance en lo material que suponga un retroceso en lo simbólico es pan para hoy y hambre para mañana. Una victoria en lo simbólico que tenga un coste en lo material debilita la cohesión de lxs oprimidxs y, por tanto, su potencial de acción política. Pero también al revés, en positivo; por regla general, las mejoras en lo simbólico facilitarán conseguir apoyos materiales y, recíprocamente, las conquistas materiales fomentarán la transformación en lo simbólico. Hay pocos escenarios políticos, económicos y sociales tan caóticos, complejos e interesantes como este de la diversidad funcional.
Un síntoma de la desconexión entre los ejes de lo material y lo simbólico es el tristísimo hecho de que en la España “democrática” de la Constitución del 78 nunca se ha cumplido ninguna gran ley sobre diversidad funcional; la propia Constitución, la Lismi, la Liondau y la Ley de autonomía personal fueron una tras otra viendo como las buenas intenciones de la elevada poesía de sus textos acababa en papel mojado para barnizar el empedrado camino a un infierno social que continua engullendo las vidas de las personas con diversidad funcional desde siempre, no se sabe hasta cuándo, con total impunidad y no poca indolencia por parte de los poderes públicos.
Los textos legales suelen responder más al avanzado entorno social europeo, a la academia e, incluso, a las demandas desde el mundo asociativo y el activista. Sin embargo, el desarrollo reglamentario, presupuestario y su aplicación administrativa se ven más influenciados por los lobbies económicos, los corporativismos profesionales, la burocracia formalista y, sobre todo, por la escasa presión social de quienes son presa de ese poder simbólico que sitúa los horizontes vitales de las personas con diversidad funcional como algo ajeno, poco más allá de la supervivencia, a años luz de la plena participación social que se reserva para “los normales”.
Las capacidades deben ser el efecto del ejercicio de una ciudadanía plena y no un requisito previo para dicho ejercicio
Si intentamos imaginar cómo de imposible hubiese sido aplicar la ley del matrimonio homosexual en la España de los 70 o la ley antitabaco en la de los 80, se hace más clara la necesidad de tener, no tanto como una mayoría social que se sienta interpelada y sea favorable al cambio, pero sí al menos una amplia base ( ¿ 20%-40% ?) en esa predisposición. Imagino, es un pálpito, que las grandes leyes sobre diversidad funcional nunca han encontrado esa masa crítica de población que haya desaprendido y aprendido lo suficiente para mirar las diferencias funcionales como parte de la diversidad humana, para entender que las capacidades no corresponden a individuos aislados sino a ciudadanxs que forman parte de una comunidad y que, por tanto, no estamos ante la tragedia personal de un grupo de desdichadxs sino ante una cuestión política de organización social que nos atañe a todxs y que, en cualquier caso, las capacidades deben ser el efecto del ejercicio de una ciudadanía plena y no un requisito previo para dicho ejercicio.